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El Vivaldi posminimalista de Max Richter

7/7/2017

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Mujer con mandolina, de Corot
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Mujer con mandolina, de Braque
Su pulcinella es también su consagración: deconstruyendo a Vivaldi, lo que ha construido Max Richter es una maravilla, una obra maestra, un hito. Cierto, las Cuatro Estaciones han sido exprimidas durante décadas, y a mí ya no me sorprende nadie, pensaréis. Pero créanme, y seré aún más tajante: es esta una de esas versiones que pasarán a la historia de la recepción post mortem del veneciano, larga vida por delante.
Como aquella en clave big band de Raymond Fol, como la de Moe Koffman a la flauta progresiva; como, especialmente, las de la pléyade impetuosa sobre la senda de la de Il Giardino, tenida hoy por vademécum, entonces --¡hace casi veinte años!-- tan alternativa como el disco que ahora nos ocupa.

Especialmente, decía, porque esta reinvención minimalista surge del mismo 
zeitgeist que encumbró al prete rosso como baluarte del historicismo, y de paso, del menos es más --bien que, a priori, desde una vertiente interpretativa, pero también hacia un plano estético compartido--. Ojo, hablamos de un historicismo exento de mecanización, igual que ahora nos referiremos a un minimalismo libre de ortodoxia.

De hecho, digamos mejor posminimalismo, comodín que, aunque englobe tendencias muy variadas, o precisamente por ello, se muestra muy unido en el noble afán de suavizar aristas y zafarse de elitismos antirrománticos de otrora; en su pretensión de ir al grano, de aspirar al goce en lugar de a lo críptico.

La música de Vivaldi, directa, concisa, diáfana, que a todos nos suena, que al fin no se asocia al polvo de terciopelo ni a la elefantiasis orquestal ni al chill out más hortera, emerge y se yergue y se proclama cual emblema del presente.

Del futuro. Que en medio de múltiples collages y de puzzles, en medio de extensos acoplamientos y desenrollamientos, de repente y varias veces, el compositor recompuesto reaparece desnudo, tal cual, sin haberle sido retocada una sola nota... y lo cierto es que no nos choca, nos suena tan natural, y tan richteano como vivaldiano se nos revelará el resto.

Porque el arreglo
 per se --a la vez, composición autónoma-- no trata de romper el original: solo lo comenta, lo revisita desde todos los ángulos, ante todo se detiene en los detalles, en los motivos más minúsculos; también deduce melodías sobre estos, crea puzzles con las frases, reinventa ritmos.

Y entre los espejos y reflejos en los que acaba uno inmerso, entre sutiles
 crescendi poco a poco que se convierten sin avisar en oleaje, entre reverberaciones reverberantes a lo post rock, entre todo ello, asoman el Schnittke de los tramados y yuxtaposiciones de los concerti grossi, el ars difuminatoria del Berio de Rendering; de Reich, los pálpitos electrónicos de sus 18 musicians (al respecto, el final del Verano, verdadera descripción de contundencia).
Aunque ante todo, sobresalen los arpegios hipnóticos de Glass —y no serán fruto de la casualidad esos montajes a lo koyaanisqatsi que no han tardado en pulular por Youtube--, integrados sin fisuras ni contradicciones con las inconfundibles progresiones melódicas de Vivaldi.

El resultado es un auténtico juego de luces, un ejercicio de fotografía audible que alterna y combina texturas brumosas, translúcidas y cristalinas. El paisajismo pintoresco cede paso a la abstracción de su contorno, aunque un 
estándar tan familiar nos permitirá aún asir lo etéreo, ver todavía a la mandolinista de Corot entre los trazos de Braque; y no obstante, nos posibilita también relajarnos al respecto, despreocuparnos de la semántica, zambullirnos en el cubismo solo por sus formas, solo por el sonido.

Permítanme todavía unas líneas más para describir las que traza Daniel Hope con su Guarnieri, como siempre, tan nítidas como suaves, tan arrebatadoras 
(¿aún alguien duda, tras escucharle en la sexta pista, que las disonancias tradicionales pueden resultar la cosa más hermosa del mundo?). O para subrayar la esmerada e impecable convicción de André de Ridder, al frente de la fantástica Konzerthaus Kammeorchester de Berlín.


​Artículo publicado originalmente en Scherzo
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